En el pasado, cuando un pintor recibía un encargo erótico o quería hacer una venta segura y cara, podía pintar una Diana saliendo del baño. El tema, como es de suponer, es el de una mujer joven haciendo posturas que a ojos de un espectador masculino, heterosexual y rico eran provocadoras. Puro voyeurismo en una época en la que no existía ni Internet ni Viagra. Hoy en día el valor del cuerpo cotiza a la baja. Que una mujer enseñe los tobillos o las rodillas o que un hombre muestre sus pectorales ni escandaliza ni- su imprescindible contra moneda-excita. La exhibición del cuerpo humano se ha normalizado y las televisiones, por ejemplo, compiten por mostrar modelos semidesnudas mostrando trajes de baño imposibles o presentadoras en pleno invierno quitándose capas de ropa con la excusa de las campanadas de Fin de Año.
A principios del otoño, en una solitaria playa perdida de
la mano de Dios, en Sant Feliu de Guíxols, me encontré no una diosa, pero sí
una sirena. Igual que en cualquier cuadro de Diana saliendo del baño, mi
desnuda sirena -que no sé por qué, pero debía llamarse Alfonsina- luchaba por
salir del mar caminando en una zona de piedras inestables y haciendo
malabarismos para proteger sus pies de los pinchazos de dolor provocados por
los cantos rodados. Cuando de repente descubrió al caminante -un servidor-,
sombrero de ala ancha, gafas oscuras, camiseta coloreada, pantalones y
zapatillas de senderismo y bastones, su susto fue descomunal y empezó a gritar
con los brazos abiertos, moviendo las manos de arriba abajo enseñando las
palmas y con los dedos totalmente abiertos. La situación más que dramática era
cómica y así acabó interpretándola la sirena Alfonsina cuando después de unas
breves disculpas mutuas, cada uno siguió su camino. La Costa Brava está llena
de sirenas y sirenos, amantes de los baños de mar y de sol libres de elementos
textiles, es decir, a pelo. Sin embargo, los pelos precisamente no abundan en
las playas naturistas -tampoco en Alfonsina- lo que no deja de ser una fragante
contradicción ya que la naturaleza nos ha regalado pelo, y también vello, a
menudo en abundancia.
El nudismo es hoy una actividad relativamente popular,
pero en sus orígenes, hace ya más de un siglo, fue una práctica elitista. La
gente normal más bien ni tomaba el sol ni mucho menos se bañaba en el
mar, ni a pelo ni vestida. La conquista de las playas fue una actividad lenta
que empezó por los ricos y acabó popularizándose. El nudismo era un reducto de snobs
que tenían el tiempo y las ganas de entregar su cuerpo a las sensaciones
provocadas por el agua y al aire libre, como Dorothy Woedwosky que lo hacía en
la bañera de la rusa, pequeño espacio rocoso bajo los acantilados de Cap
Roig, en Calella de Palafrugell, o Elena Ivánovna Diákonova, es decir, Gala,
cuando nadaba por las playas del cabo de Creus, en Cadaqués. Los otros mortales
que tenían tiempo para este tipo de ocio lo hacían adecuadamente separados en
playas para hombres y playas para mujeres como el Rincón de las Mujeres, en
Sant Antoni, o la Bañera de las Mujeres, en Tossa de Mar. Incluso había un
tercer género, el de los curas, que tenían sus propios espacios reservados como
las calas de los Curas de Port de la Selva, de Sant Antoni o de Blanes.
Hoy las playas nudistas, de iure o de facto, abundan: Sa Boadella de Lloret de Mar, Vallpresona y la del sr. Ramón de Santa Cristina de Aro, la de la isla Roja de Begur, la parte central de la playa de Pals o las calas alrededor del cabo Ras en Llançà y Colera, son algunos ejemplos. Sin embargo, tengo la impresión de que al igual que la separación de playas según el género desapareció, también la segregación según el uso de más o menos ropa se está diluyendo poco a poco hasta que, quizás en el futuro, cada uno elegirá libremente la forma de bañarse o tomar el sol en cualquier lugar. Al fin y al cabo, no está de más recordar que el escándalo está en el ojo del escandalizado.