Pocos minutos más tarde empecé a subir la montaña de los
Cañones. A media altura contemplé el pequeño puerto, la playa de las Barcas y
la playa de los Muertos, el arrabal marítimo y el viaducto ferroviario que hace
de frontera con el pueblo viejo. El tiempo era desapacible con un ligero
levante que rizaba el mar y las manchas irregulares de nubes tamizaban la luz
del día. En estos cerros la vegetación está ganando presencia con nuevos pinos
y encinas un poco por todas partes pero sobre todo proliferan plantas
mediterráneas como el romero y la lavanda y de foráneas como el bálsamo o las
chumberas. Ya en la cima vi un par de cañones antiguos que dan nombre a la
montaña y, bien alineadas, una hilera de olivos cargadas de frutos. Desde aquí
se disfruta de una soberbia vista de todo el mar de Arriba con el cabo de Creus
al fondo. Seguí el camino de ronda que lleva a la playa de En Carbassó, de
difícil acceso, y a la Isla Grande. Los acantilados eran de piedra negra con
algunas vetas rojizas y entre la playa y la isla hervía el agua en un mar de
piedras.
En todo el camino tampoco me crucé con nadie. La paz en
Colera era absoluta y el estado de relajación mental era total. Seguí un cómodo
camino por encima de la línea de costa hasta el puerto de Juan en un paisaje de
antiguas terrazas sobre las que han plantado pinos. El minúsculo puerto es una
infraestructura decayente y medio en ruinas pero justamente por eso está mucho
más integrada en el entorno que si fuera nueva y útil. La pequeña cala está
dominada por una hermosa y antigua casa de playa con almacén para la barca,
barbacoa y cocina al aire libre y una gran pérgola con techo de brezo pero una
piscina sobre la arena me azotó la vista. ¿A quién se le ocurrió la idea de
construir una piscina al lado del mar? Peor aún, ¿quién dio un permiso tan
manifiestamente abusivo?
Como no estaba dispuesto estropear la bucólica jornada, me
preparé para continuar la ruta. Al final de la playa observé un indicador que
decía "Camino de ronda" acompañado de una flecha que señalaba al mar.
Lo volví a mirar, a veces hay graciosos que se divierten cambiando la dirección
de las señales. Pero no, a pesar de que hay un buen camino, privado, que recorre
la costa, el indicador invita a saltar por las rocas y mojarse los pies en el
agua. Aprovechando que la vida en Colera volvía a manifestarse en forma de
trabajador, lo interrogué. El cartel no se equivocaba: si no quería retroceder
debería hacer un camino de ronda literalmente marítimo. El amable obrero
también me informó que para hacer este tramo la gente viene equipada para
mojarse las piernas y me aconsejó que con aquella mar picada no era el mejor
día para intentarlo. Estos sabios consejos, como era de prever, me animaron a
hacer todo lo contrario así que me colgué los zapatos en el cuello, me arremangué
los pantalones y empecé a pisar las afiladas rocas y a hundirme dentro del mar.
El agua me llegaba a media pierna y las pequeñas olas me mojaron ligeramente la
ropa pero afortunadamente no tuve que lamentar ningún incidente.
Reconstituido por el baño, descansé en la playa de Garbet.
Entre bocado de bocadillo y bocanada de agua me vino a la memoria el reciente
debate en un grupo de Facebook especializado en la Costa Brava sobre cuál era
el mejor tramo del camino de ronda de la Costa Brava siendo la opinión
mayoritaria que lo eran todos. Juicio popular pero no unánime porque alguien
precisó que el camino de Portbou a Llançà era "muy normalito". Este
era el verdadero motivo por el que estaba allí, para confirmar que no me había
equivocado con mi respuesta diciendo que la playa de Garbet, el cabo Ras o la
cala Bramant no eran paisajes nada "normalitos" sino más bien
extraordinarios.
Reiniciada la caminata, atravesé el túnel de la gigantesca
plataforma ferroviaria que separa la playa de Garbet de su hinterland,
aislamiento que lo ha salvado de la urbanización, e inicié la subida al puerto
de Sant Antoni desde donde volví a divisar Colera. Cuando llegué era casi mediodía
y el pueblo había conseguido despertarse. La gente me saludaba o me volvía el
saludo cordialmente aunque era un forastero con la boca y la nariz tapada como
un bandolero pero Colera debe de ser un pueblo de bandidos porque todo el mundo
iba con la cara tan oculta como yo. Paseé por las estrechas calles planificadas
y construidas en el siglo XVIII visitando la blanca y sencilla iglesia de San
Miguel y la plaza dedicada al republicano y federalista Pi y Margall donde
admiré de nuevo el más que centenario plátano que simboliza la Libertad.
Cuando por fin llegué al coche confirmé, satisfecho, todos
mis antiguos recuerdos de Colera, probablemente el menos masificado de todos
los pueblos de la Costa Brava, con una población afable, con predominio
absoluto del negro de los acantilados y de las playas, con un paisaje montañoso
y marítimo abrupto a ratos, amable en otros pero siempre maravilloso. Un
entorno donde se hace más evidente que en ninguna parte la mezcla de una tierra
poderosa y una mar brava. Y siempre con paz, mucha paz.
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